top of page

“A Sutamarchán llegaron diciendo…”

Por: Camila Peña, Gabriela Alférez y Diego Suárez.


Durante los años 50 en Colombia, liberales y conservadores libraron una guerra que dejó asesinatos de parte y parte. Félix González fue una de sus víctimas. Tras perder a toda su familia, tuvo que enfrentarse, sin compañía, a una nueva vida.


Félix González


Cuando Félix llegó a Sutamarchán tenía tres años. Lo primero que vio al llegar al pueblo en el carro de Sinforoso González, su abuelo, fue la iglesia en la mitad de la plaza, su arquitectura nunca ha sido muy llamativa, por lo que las personas que transitaban por ahí y su manera de vestir llamaron más su atención. La ropa se veía abrigada, las mujeres no usaban escotes y ni los niños ni los hombres llevaban pantalones cortos, algunos incluso llevaban ruana y sombrero, lo que para él era muy extraño.

A pesar de ver el sol posando sobre las montañas, tenía frío. En su antigua casa hacía sol. Félix era proveniente de Anaime, municipio de Tolima, en donde usualmente hace calor. A raíz de lo sucedido con su familia llegó a Sutamarchán sin ropa extra, tenía lo que llevaba puesto y aunque estaba embarrada fue lo que usó mientras su abuelo logró encontrar algo que fuera de su talla.

A lo largo de los años, la relación con Sinforoso, quien desde su llegada tuvo una figura más paternal, fue buena. Félix le ayudaba en el trabajo. En las mañanas, antes de ir a la escuela, lo acompañaba a ordeñar las vacas, le gustaba mucho aprender de él, quien al igual que su difunta familia, creía con fervor en Dios. Antes de conciliar el sueño rezaban un padre nuestro, acurrucados en la habitación de su abuelo, le decían al padre celestial: “Dios, perdona nuestros pecados, ilumina nuestro día y libranos de todo mal y peligro. Dale a todas las almas benditas la paz que a diario buscan”.

Félix no estaba muy seguro de si su familia muerta estaba en busca de la paz, pero sin falta, durante los siete años siguientes, entonaba la misma oración todas las noches. En algunas ocasiones al pasar a su habitación lograba recordar algo de quienes habían fallecido, sin embargo, esas memorias lindas se nublaban rápidamente con secuelas post-traumáticas de aquel día y de la nada, se volvía a encontrar acurrucado en una trinchera, mientras intentaba permanecer quieto, aún sin importar que estaba inhalando todo el olor que salía de los cultivos, la casa y su familia quemada.

Cuatro años antes del asesinato de sus padres, Agripina y Diógenes González, la pareja que creció, se casó y tuvo a Gildardo y a Clemencia en Sutamarchán, preparaba todo para arrancar un nuevo sueño y construir el resto de su familia en Anaime. Habían escuchado que en su próximo destino les estaba yendo muy bien a los campesinos, por lo que luego de tener un almuerzo de despedida hecho por la familia, se fueron a formar una vida llena de esperanza y por supuesto, de mucho trabajo.


Los González antes de Félix


Estando allá, los Vargas, una familia adinerada de la zona les permitió que trabajaran en sus tierras, empezaron siendo empleados y trabajando para los mandamás del lugar, sin embargo, esta fue la ayuda perfecta para que empezaran a generar ingresos. En poco tiempo, los González pudieron conseguir su casa y sus terrenos y aprovecharon lo que sucedía para encargar a un nuevo bebé, Félix González González nació el 6 de febrero de 1955 en el seno de una familia conservadora en Anaime Tolima, tierra de liberales.

Agripina y Diógenes trabajaban la tierra, eran expertos en sembrar, tenían una rutina establecida en la que sin falta almorzaban junto a sus hijos en el comedor de cuatro puestos que tenían en un solar. La casa que habían construido era grande, contaba con todo lo que ellos necesitaban, tenía cuatro habitaciones: una para la pareja, otra para Gildardo y Félix, la de Clemencia y una más por si llegaba a ir Sinforoso, papá de Agripina, que constantemente los visitaba. Tenía además sala, cocina, comedor y ¡ah!, casi se me olvida, una trinchera.

En 1958, días antes del suceso, los esposos, quienes siempre estaban con obreros, se quedaron solos y tuvieron una tensa conversación mientras sembraban maíz. A diario se escuchaba en el municipio que mataban gente y las amenazas se habían vuelto más recurrentes, muchos de los que hablaban con ellos mantenían una breve conversación pasivo-agresiva, en la que mediante tragos y algunos chistes pesados les advertían: “Es mejor que se vayan de aquí”, “Yo de ustedes dejaría todo y volvería a mi tierra” “No busquen que los maten, es mejor que se vayan”.

Agripina, no muy contenta por la situación, intentó hablar con Diógenes:


- Papi, a mi esto me tiene intranquila - Le dijo angustiada.

- Tranquila mija, nada va a pasar, esos solo hablan y ya - Le dijo Diógenes mientras continuaba recogiendo la cosecha.


No sé sabe si en algún punto llegó a sentir miedo, o si se quebrantó por lo que sucedía, pues al contrario se veía mucho más fuerte cuando lo amenazaban. No iba a dejar su vida, se rehusaba a que lo obligaran a cambiarla y como él mandaba en la familia, era definitivo, los González se quedaban.

El 28 de julio, día de su asesinato, Diógenes llegó de hacer mercado para la familia y los obreros. Era medio día, iba subiendo a pie para la finca. Tenía una camisa azul y un pantalón de dril gris, llevaba botas altas de caucho, un sombrero café y un revólver. Una voz fuerte interrumpió la calma que cobijaba al municipio aquel lunes, escuchó que lo llamaron, se dio la vuelta para ver quién era y reconoció a Carlos Castellanos, nativo del pueblo con el que había entablado varias conversaciones que usualmente finalizaban subidas de tono a causa de sus diferentes ideologías políticas.

Apenas Diógenes lo vio, supo lo que pasaría, sabía que lo iban a matar por ser conservador. Se metió el revólver en las botas y dijo en voz alta, como retando a su asesino: “Si me mata ya o me mata más adelante, yo muero sí o sí conservador”.

Sin piedad alguna, Carlos Castellanos lo mató, le disparó y lo dejó botado en el camino destapado que llevaba a su hogar. En esos años en Colombia matar a quien no tenía la misma ideología era lo correcto, así que no fue tomado como un asesino, Carlos y José, el que mató al resto de la familia, fueron aplaudidos en el municipio.

Simultáneo al asesinato de Diógenes, José Domínguez otro liberal se dirigió a la finca de los González. Agripina y sus hijos nunca se enteraron de la muerte de su esposo y viceversa, no se sabe a ciencia cierta si esto fue casualidad, ya lo tenían planeado, o si Dios lo quiso así, sin embargo, los hechos sucedieron de tal manera que como dijo Campo Elías, tío de Félix “Todos se enteraron de que los habían matado, luego de verse en el otro lado”.

En el momento en que las balas del revólver atravesaban el cuerpo y los órganos de Diógenes, la finca de Los González se quemaba. Agripina alistaba las ollas para hacer el almuerzo. Gildardo y Clemencia estaban dentro de la casa y algunos obreros estaban afuera trabajando. A Félix, el bebé de tres años, lo habían sacado para que tomara aire mientras jugaba cerca de la trinchera que su padre había construido.

José Domínguez, junto con otros muchachos, llegó a la finca por la parte de atrás, prendió fuego a las cosechas y a la casa. Las llamas empezaron a consumir cada porción de lo que habían construido los González. No quedó rastro de lo que los tres obreros, Agripina, Gildardo y Clemencia eran. Se quemaron.

Félix, por instinto, al ver todo lo que estaba pasando en su casa, se metió en la trinchera que tenía cerca, abrazó al gato gris con manchas café que lo acompañaba y se quedó quieto, callado y temblando del frío, esperando que alguien llegara a rescatarlo. Félix y el gato, pasaron horas y horas solos, viendo cómo oscureció y cómo al siguiente día amaneció.

La noticia se demoró en llegar a Sutamarchán un día, el martes en horas de la mañana llegaron varias personas en un camión buscando a Sinforoso y gritando por todo el pueblo para difundir lo sucedido “En Anaime mataron a los González, los mataron”. Cuando la familia se enteró de lo que pasó, se quebraron por dentro, una parte dentro de ellos también murió, el conflicto le disparó, quemó y asesinó a su familia.

Sinforoso emprendió un viaje a Tolima, se demoró un día en llegar al lugar y mientras visitaba lo que quedaba de la finca con lágrimas en los ojos, escuchó al bebé llorar, quien por algún motivo se sintió tranquilo para empezar a hacer ruido. Al encontrarlo dentro de la trinchera su esperanza se vio menos nublada, por lo menos Félix El Gato sobrevivió.

Allí duraron siete días más, asistieron al velorio de Diógenes que fue el único que quedó con cuerpo y arreglaron asuntos pendientes que los González habían dejado. Luego de esto, sin dudarlo, Sinforoso, Félix y el gato regresaron a Sutamarchán.

A raíz del suceso de odio que vivió, Félix desarrolló una personalidad que le impedía confiar en las personas, no era muy sociable y aunque la amabilidad lo caracterizaba, fue muy cerrado. Estudió hasta tercero de bachillerato en la escuela de Sutamarchán con el objetivo de ingresar a la Escuela de Infantería de Marina Armada de Colombia, en la que hizo su carrera profesional recorriendo todo el país.

En Bogotá, conoció a Miriam Coy, su esposa, con la que tuvo a tres hombres y una mujer, quienes ahora recuerdan a su padre con mucho amor y nostalgia. Durante su vida, Félix quiso darle a su familia estabilidad económica por lo que además de estar en la Marina, tuvo varios supermercados y negocios, que les dejó como herencia a sus cuatro hijos.

Félix falleció en el 2013, a los 58 años a causa de un infarto. Uno de sus miedos más grandes era morir joven y no poder estar con sus hijos, como él lo estuvo sin sus padres, por lo que intentó siempre ser muy saludable, sin embargo, como dijo Marcela, su hija, “Dios lo quiso así”.

Ellos no eran muy pequeños, pero consideran que les hizo falta muchas cosas por vivir con él. Según lo que me dijo Miriam, con la voz entrecortada, los tranquiliza y hace sentir en paz pensar en que “55 años después de lo que pasó, Félix volvió a estar con su familia, por fín, después de todo pudo compartir con quienes debió hacerlo en vida”.


Larry, el último gato que Félix adoptó


Desde que falleció el gato que lo acompañó aquel día, Félix haciendo alusión a su apodo, desarrolló un amor inexplicable por estos animales. A lo largo de su vida adoptó a más de cinco felinos: Larry, Princesa, Motas, Pelusa y Lupe, quienes lo acompañaron en una etapa distinta de la misma. Actualmente, Larry, el último que tuvo, todavía acompaña a Miriam y se encarga de que Félix y lo que era él aún se sientan por la casa.




Comments


bottom of page